LA VEJEZ
En este ajado secarral al que he llegado,
donde no hay puertas, ni ventanas adornadas,
ni cortinas, ni visillos transparentes,
ni luz que ilumine mi paisaje a través de su cendal.
Las ruinas que transitan estas tierras
ponen plomo en las alas de los hombres
y los subyugan con sus cantos de sirena;
pero son sirenas tristes,
olvidadas y ausentes de un Homero que aún recuerdan.
Planean su venganza de los hombres
y los cubren de sonidos de pasado y esplendor
que ya no existe;
quedan sólo cascotes arrumbados con forma de alma,
porque las almas de los hombres se han convertido en ruina.
Como Ulises, yo también he vuelto
a ese mástil que me ata, me acoge y me redime,
que me salva del sonido halagador.
Ese mismo tótem que me atenaza y me aprisiona
con la fuerza de los años.
Oigo a lo lejos los cantos que me llaman,
que me hablan de pieles tersas y suaves,
de juventud forjada en la memoria,
de deseos y caricias que ya nunca volverán.
Los eslabones, tensos y apretados,
de un acero templado en la paciencia del tiempo,
velan en este corazón que me acompaña,
como la sombra fiel de lo que un día fui.
Mi verde esperanza, amarillea,
sin pasar siquiera por el oscuro verdor de tus ojos
y ahora añoro esa savia que corría por mis venas
en forma de sangre y los años cumplidos,
aplazando sueños y deseos,
en este ajado secarral al que he llegado…
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