Desde su casa, cerca del acantilado, oía el rumor de las olas. En las noches de bonanza, arrullado en sus murmullos, dejaba volar su imaginación hasta quedar profundamente dormido. Mas en los días de tormenta, cuando el mar desataba su furia, en el fragor de intensas batallas, sentía como se estrellaban contra las rocas e imaginaba gigantes milenarios que bramaban aterradores gritos de guerra y esparcían espuma por sus bocas. Viejo lobo de mar de rostro enjuto, arrugado por el sol y surcado por el arado del tiempo. Ese, que había pasado navegando en cien mares o reparando redes de pesca y que marcó para siempre su vida y retorció su mente de sueños imposibles. Allí, junto a su vieja barca, varada e inservible, soñaba las historias del pasado y las de un futuro incierto que nunca llegaría. Juan, el loco del acantilado, decían en el pueblo. Y decían bien porque él, sin darse cuenta, se había convertido en una sombra de un tiempo mejor.
Cada mañana, subía por el sendero hasta la punta del faro. Caminaba despacio, renqueante, soportando en sus hombros el peso de la vida. Bajo el brazo una cajita de madera y al hombro, un viejo cestillo de mimbre. Suspiraba en cada recodo del camino y conocía cada piedra, cada brizna de hierba que crecía a sus pies. Inspiraba ansioso el aire fresco y parecía saborear el aroma de la sal que le traía. Cuando el sol despuntaba por la linea del horizonte, allá en su lejano círculo del cielo, ya estaba Juan en lo más alto, cara al mar, mirando fijamente el acantilado rocoso que se extendía frente a él. Así, una y otra mañana, en cada amanecer, rutinario, preciso, imperturbable. Contemplaba la inmensidad del océano y se entregaba gustoso al ritual que le impulsaba a vivir. Desde su otero, bañado el rostro por el tibio sol y sintiendo en él la caricia de la brisa marina, abría su cajita de madera. A pocos metros, el vacío, y al fondo, el mar, siempre el mar. Saboreaba cada respiración como si fuera la última, cada suspiro como si fuera el primero. De su caja, extraía un pedazo de arcilla rojiza y una pequeña botella de agua y con hábiles manos de artesano, amasaba y modelaba. Trabajaba despacio, con suavidad, con sumo mimo y esmero. Los ojos fijos en el mar y los pensamientos lejos, muy lejos. Entre sus dedos chorreaba el barro primigenio y poco a poco éste tomaba forma y surgían preciosos pájaros que, como si se desperezaran, extendían sus alas al frescor del viento. Aquellas manos arrugadas, callosas y viejas acariciaban las formas que creaban y parecían jugar con ellas sin atreverse a apretarlas por miedo a hacerles daño. Aquellos dedos nervudos trabajaban con vida propia interpretando la dulce melodía de la creación. Y así, sus pájaros de barro se iban volviendo más y más reales, más y más vivos. Al cabo, cuando parecían terminados, cuando tornaban en perfectas esculturas secándose al sol de mediodía, los asía frente a si, acercándolos a sus cansados ojos y les hablaba despacio, susurrando. Luego, soplaba suavemente sobre ellos y abriendo sus manos, los lanzaba firmemente al aire para que volaran en libertad. El cerraba sus ojos y ellos, caían en picado por el acantilado y se estrellaban contra las rocas. Juan, en esos instantes, solo soñaba. Imaginaba que cobraban vida y que volaban lejos, allende del mar que les contemplaba. Después, recogía sus bártulos y por el camino del faro, regresaba a su desvencijado hogar. Así Juan pasaba su tiempo, esperando ansiosamente su liberación, soñando con vuelos imaginarios en pos de sus criaturas.
Un día, arribados ya los primeros albores de la primavera y tras un duro invierno de galernas y temporales, pleno de días varado en casa junto a su barca, volvió al camino del faro. Aquella mañana se preparó con renovados bríos y disfrutó de cada paso en el sendero como si fuera el último que daba. Inhalaba con ansia la brisa fresca y sus piernas parecían más ágiles que de costumbre. Contempló el sereno paisaje desde cada curva y al llegar arriba, en lo más alto, al borde del acantilado, cerró los ojos y suspiró. Su rostro irradiaba una extraña sensación de felicidad. Parecía estar en paz consigo mismo, como si todo se hubiera cumplido según un arcano designio.
Tomó otra vez barro entre sus manos y dio vida a la más hermosa de las aves que jamás hubiera modelado. Con ella entre sus dedos, notaba el latido de la vida y el ansia que inspira la libertad. Oteó el horizonte y como en un caleidoscopio vio pasar toda su vida. Pensó en ese antes lleno de olas y esperanzas y le embargó al fin la melancolía. Soñó con ser verdaderamente libre, como los pájaros, para volar lejos hasta donde el sol se fundía con el mar. Y una lágrima furtiva, solitaria, rotunda, se deslizó rauda por un surco de su mejilla. Entonces, se iluminó su faz y sopló con fuerza sobre la criatura de barro. Cerró suavemente sus ojos cansados y dejándose llevar, mecido por el viento, dio un paso hacia delante y cayó al acantilado agarrado a aquel ser que, cual ave fénix, voló con él hacia un destino mejor.
domingo, 13 de marzo de 2011
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